Se quiera ver así o no, el golpe de Estado perpetrado el 28 de junio en Honduras tiene un claro propósito de advertencia y resolución de parte de los sectores oligárquicos y ultraderechistas de impedir a toda costa el avance alcanzado por las fuerzas progresistas y revolucionarias durante las últimas décadas en nuestra América, tal como se quiso en Venezuela el 11 de abril de 2002. Sería ingenuo y hasta sospechoso creer en los argumentos esgrimidos por los golpistas hondureños como razón suficiente para derrocar, secuestrar y expulsar del país al Presidente José Manuel Zelaya Rosales, utilizando artilugios supuestamente amparados por las leyes y la Constitución, los cuales no soportan un análisis objetivo. Tampoco podría creerse que ello no obedezca a la “preocupación” de los círculos de poder de Estados Unidos, cuyos intereses estratégicos e influencia hegemónica están seriamente afectados toda vez que los pueblos y algunos gobiernos de nuestra América están dando un giro histórico hacia posiciones de izquierda, reivindicando su soberanía frente al imperialismo gringo; y esto, a pesar de que el gobierno de Barack Obama no ha apoyado oficialmente la acción golpista, es algo que no se puede negar tajantemente.
El golpe sería entonces el mecanismo más directo a utilizar para impedir que la correlación de fuerzas contribuya a radicalizar las luchas populares que tienen lugar en nuestras naciones, siguiendo los ejemplos de Bolivia, ecuador y Venezuela, entre otros. La aparente debilidad de Zelaya estaría en este importante detalle: sin una efectiva concienciación y movilización popular, este tipo de situaciones será una constante porque no se puede jugar a la revolución sin hacer la revolución y esto va directamente conectado al estado de ánimo revolucionario de los sectores populares para enfrentar en cualquier terreno a las oligarquías que los dominan, aún cuando sea apreciable la solidaridad internacional.
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