Martí en el Moncada: el problema de la hegemonía en América Latina en la transición al siglo XXI

Por Guillermo Castro H.
alternativabolivariana.org

Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada. Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel

Clase, nación, bloque
Los conceptos de clase, nación y bloque histórico guardan una estrecha relación entre sí en el mundo moderno, y esa relación constituye en sí misma un elemento de importancia en la definición de cada uno de ellos. Aun así, el concepto de clase social es aquí el fundamental.

Las clases sociales, entendidas en su sentido más lato como grupos humanos que se diferencian entre sí por su relación con los medios de producción - y, en relación con esto, con su posición en los procesos de trabajo y en la dirección cultural y política de su propia sociedad -, han existido en todas las sociedades humanas que han superado el umbral de la barbarie a lo largo de los últimos diez mil años. De entonces acá, sus luchas han sido y son el factor más importante en el desarrollo de la historia de nuestra especie. A esto se refiere la explicación clásica ofrecida por Carlos Marx y Federico Engels en El Manifiesto Comunista, de 1848, al decir que:

Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.

En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media , los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y gradaciones.

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“La moderna sociedad burguesa”, agregaban, había creado “nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas”. De ese modo, la burguesía surgida de “los siervos de la gleba de la Edad Media”, había llegado a organizar el primer mercado de escala mundial en la historia de la Humanidad, acrecentando sin cesar su riqueza y su poder hasta desplazar y esfumar “a todas las clases heredadas de la Edad Media”.

Once años después, en 1859, ese planteamiento fue presentado por Marx con mayor detalle, en sus implicaciones teóricas y metodológicas, en el “Prólogo” a su Contribución a la Crítica de la Economía Política . Allí , Marx sintetizó el “hilo conductor” de sus estudios, señalando cómo “en la producción social de su vida” los seres humanos establecían “determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción” correspondientes “a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales”.

El conjunto de esas relaciones de producción, agregó Marx, constituye “la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social”. Con ello, el “modo de producción de la vida material” pasaba a condicionar “el proceso de la vida social, política y espiritual en general” y, al llegar “a una fase determinada de desarrollo” las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. [...] Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. [1]

Esta perspectiva permite entender que la lucha de clases haya adquirido distintas expresiones a lo largo de la historia de cada una de las sociedades cuyo desarrollo ha animado. En nuestro tiempo, el factor de mayor interés en ese proceso consiste en la generalización de una forma particular de organización de la vida política – el Estado de base nacional y de organización republicana – a casi todas las sociedades del planeta a lo largo de los últimos doscientos o trescientos años, y sobre todo de la década de 1950 a nuestros días. Siendo ese además el período en que culminó la formación del mercado mundial creado por el capitalismo, cabe decir que este régimen de producción, en su fase ascendente al menos, encontró en ese tipo de Estado su forma más adecuada de organización política, que terminó por constituirse además en la unidad básica de organización del moderno sistema mundial.

Las comunidades etnolingüísticas y culturales que forman el núcleo a partir del cual se constituyeron los Estados nacionales son muy anteriores a éste, y por lo general se reconocían a sí mismas y se distinguían entre sí como pueblos diferentes. Sin embargo, la organización de dichas comunidades en Estados que las representan es un hecho relativamente reciente. Esto permite definir a la nación como una forma histórica de organización de la lucha de clases, creada por el desarrollo del capitalismo. En el mismo sentido, la lucha de clases puede ser entendida como la forma concreta de existencia de cada nación en este período histórico, y el desarrollo de esa forma nacional como el resultado del despliegue de las contradicciones de clase que le son inherentes.

Un hecho característico de esa forma histórica de organización de la lucha de clases consiste en que, en determinadas circunstancias, una clase social en particular despliega una especial capacidad para representar el interés general de su nación en un momento determinado de su desarrollo. Esa capacidad, al decir de Gramsci, corresponde a una situación de hegemonía, en la que la clase en cuestión ejerce su liderazgo de maneras que “tienen en cuenta los intereses y las tendencias” de los demás grupos involucrados en el proceso, con lo cual se forma un cierto equilibrio de compromiso, es decir, que el grupo dirigente hará sacrificios de orden económico – corporativo, pero es también indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden concernir a lo esencial, ya que si la hegemonía es ético – política no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica. [2]

Lo nacional, aquí, no contradice a lo social, sino que lo expresa. Lo representado como interés general es aquello que corresponde al interés de todas las partes que integran el conjunto mayor por superar un conjunto de obstáculos que se oponen al desarrollo de sus integrantes como tales clases y sectores de clase y que con ello se oponen también al paso de la sociedad entera a formas superiores y más complejas en el desarrollo de la lucha de clases como forma de existencia de la nación. Lo importante, aquí, es que esa representación del interés general es posible porque la hegemonía no se limita a la esfera de lo político, sino que abarca además las dimensiones cultural y moral de la identidad colectiva así expresada y ejercida.

Esta precisión tiene una enorme importancia. Por un lado, porque resalta el carácter de la política como cultura en acto – y permite así entender la capacidad de determinadas visiones del mundo para actuar como “fuerzas materiales” sobre el curso de las conductas de masa que dan lugar a la preservación o la transformación de un orden social determinado. Por otro, porque permite entender el papel de los intelectuales como productores de las formas en que se reproduce, se transforma y se ejerce esa identidad, a partir de las relaciones que establecen con los diversos sectores cuyas contradicciones y afinidades dan forma a la nación y organizan su desarrollo.

Al respecto, Gramsci observa que al intelectual no le es posible “saber sin comprender y, especialmente, sin sentir ni ser apasionado (no solo del saber en si, sino del objeto del saber)”. Más aun, ni siquiera le es posible ser tal intelectual si se halla separado del pueblo – nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el “saber”.

En este sentido, añade, no cabe hacer “política – historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo – nación”, en cuya ausencia “las relaciones entre el intelectual y el pueblo – nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio”. Por lo mismo, únicamente en la medida en que las relaciones entre intelectuales y pueblo – nación, entre dirigentes y dirigidos – entre gobernantes y gobernados -, son dadas por una adhesión orgánica en la cual el sentimiento – pasión deviene comprensión y, por lo tanto, saber, sólo entonces la relación es de representación y se produce el intercambio de elementos individuales entre gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos; sólo entonces se realiza la vida de conjunto, la única que es fuerza social. Se crea el “bloque histórico””. [3]

Martí en el Moncada

En América Latina, este tipo de proceso ha tenido múltiples expresiones, desde la formación del bloque histórico independentista que transformó “de hatos en naciones” a los pueblos hispanoamericanos, al decir de José Martí, hasta los grandes movimientos populistas que – desde el cardenismo mexicano hasta el torrijismo panameño -, movilizaron a sus sociedades para la consolidación de su nacionalidad en Estados capaces de representar su interés general en momentos decisivos de crisis en su desarrollo. Sin embargo, el ejemplo de mayor riqueza y trascendencia sigue siendo, hasta ahora, es el ocurrido en Cuba a lo largo del proceso de construcción del bloque histórico que, bajo la dirección política del Movimiento 26 de Julio, llevó a cabo entre 1953 y 1959 la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista y procedió, después, a establecer en ese país el primer Estado socialista del Hemisferio Occidental.

Ese proceso tiene su acta de nacimiento en el alegato pronunciado por Fidel Castro en 1953, durante el juicio que se le siguiera por haber encabezado el primer intento de derrocar a aquella dictadura a través del asalto al Cuartel Moncada, su principal guarnición militar en el interior de Cuba, efectuado el 26 de julio de aquel año. Ese alegato, conocido con el nombre de La Historia me Absolverá, constituye un documento de extraordinario interés para el análisis del proceso de construcción de un bloque histórico dotado de una firme identidad nacional en lo cultural y capaz, en lo político, de traducir esa identidad en una “fuerza material” para la transformación de su propia sociedad.

En La Historia me Absolverá destaca, justamente, la declaración del acusado en la que señaló a José Martí como el autor intelectual del ataque, poniendo así en primer plano a la política como cultura en acto, y a las ideas como sus herramientas fundamentales. Con ello, el alegato resalta la medida en que el pasado, las tradiciones populares de lucha democrática acumuladas desde el inicio de la lucha del pueblo cubano por su Estado nacional en 1868, seguían vivas y eran un punto obligado de referencia incluso para proyectos políticos que se desarrollaban en circunstancias históricas muy distintas a las conocidas por Martí.

En esa perspectiva, La Historia Me Absolverá define la circunstancia que había hecho necesaria la acción militar indicando lo siguiente:

Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo es fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, que sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol! [4]

Esa referencia a la herencia martiana plantea dos problemas fundamentales. Uno es el del significado de aquella herencia en el siglo XX, a la luz de los conflictos generados por el proceso de desarrollo del capitalismo neocolonial en la sociedad cubana. El otro es el de las condiciones que permitieron dotar de una renovada vigencia y efectividad práctica a esa herencia en la tarea de superar la causa de origen de esos conflictos.

En Cuba, la consolidación de la identidad nacional operó, entre 1868 y 1898, a través de una experiencia de lucha por una República democrática, no oligárquica, construida “por todos y para el bien de todos” los grupos sociales comprometidos con ese propósito mayor. Eso explica que, si bien la intervención norteamericana de 1898 mediatizó la independencia nacional y consolidó las bases materiales de la dominación neocolonial, de allí en adelante la referencia a Martí se convirtiera en una necesidad insoslayable para todas los grupos y sectores sociales que luchaban en el seno de la sociedad cubana, como un factor imprescindible de su propia identidad y de las prácticas socio-políticas que la expresaban.

Esas referencias no eran homogéneas. En sus modalidades como en su alcance práctico constituían un buen indicador de los intereses de cada uno de esos grupos y de su grado de desarrollo en relación al conjunto de la sociedad. Para los sectores dominantes en la Cuba neocolonial, por ejemplo, resultó imposible apoyar el ejercicio de su poder en la herencia martiana sin falsearla, porque ella era, en lo que tenía de más vivo, ultra democrática y antiimperialista –resultando ambas categorías además en unidad indisoluble-- , y entraba en conflicto inevitable con las necesidades y funciones inherentes del Estado neocolonial al que correspondía garantizar la explotación de los trabajadores del campo y la ciudad, y la entrega del país al capital extranjero.

Desde la herencia martiana, como lo indicara Cintio Vitier, era imposible ocultar el hecho de que, si la colonia había sido una injusticia, pero no un engaño, “[la] neocolonia yanqui era ambas cosas” y, al convertir “en simulacro y farsa lo que había sido el ideal de varias generaciones de héroes y mártires, atentaba impunemente contra la raíz misma de la patria”. Tal había sido la profundidad y sutileza de aquellos métodos de envilecimiento, añade, que había resultado necesario “llegar a puntos extremos en el proceso de descomposición del país” para que una minoría tomara plena conciencia de la nueva realidad, y abriera camino al surgimiento “de una hornada de jóvenes que, dejando atrás el liberalismo decimonónico, se pertrechara con nuevas armas ideológicas, a la vez que reanudaba el hilo de fuego de la tradición mambisa y martiana.” [5]

En efecto, la situación de los sectores populares – en particular los trabajadores del campo y la ciudad, y la intelectualidad de capas medias - era completamente distinta. Su ubicación en la estructura social las obligaba a conocer la realidad a partir de las contradicciones que ella realidad implicaba para su propio desarrollo, y abría para ellos la posibilidad de comprender que el programa martiano no había sido cumplido porque seguía siendo subversivo con respecto a la situación neocolonial imperante.

De este modo, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, la lucha por la hegemonía en el seno del movimiento popular cubano pasó una y otra vez por el esfuerzo de los intelectuales y dirigentes de aquellos sectores sociales por desarrollar la síntesis martiana del interés general de ese movimiento en las condiciones creadas por el desarrollo del capitalismo neocolonial. Tal fue el caso, en 1926, de las “Glosas al Pensamiento de José Martí”, elaboradas por Julio Antonio Mella, dirigente estudiantil universitario y miembro del grupo fundador del primer Partido Comunista de Cuba, que reclamaba someter la obra de Martí a una crítica desvinculada “de los intereses de la burguesía cubana, ya retardataria”,para dar cuenta de su potencial transformador “para el porvenir, es decir, para hoy.” [6]

Mella había definido ese provenir, en un escrito de 1924 – de un modo muy semejante a otros ideólogos de su generación, como el peruano José Carlos Mariátegui - como el de una época en la que el socialismo era “la causa del momento, en Cuba, en Rusia, en la India, en los Estados Unidos y en la China”, y en la que el problema fundamental para el triunfo de esa causa consistía en “saberla adaptar a la realidad del medio”. [7] Desde esa perspectiva, al valorar la herencia martiana en la necesidad de comprender el “interés económico social” que, tras e “el juego fatal de las fuerzas históricas, el rompimiento de un antiguo equilibrio de fuerzas sociales”, permitiera “desentrañar ... el milagro – así parece hoy – de la cooperación estrecha entre el elemento proletario de los talleres de la Florida y la burguesía nacional, la razón de la existencia de anarquistas y socialistas en las filas del Partido Revolucionario [Cubano].” [8]

Sin embargo, el ciclo histórico que conduciría en Cuba a la creación de las condiciones necesarias para hacer posible la elaboración de una nueva síntesis del interés general del movimiento popular apenas se iniciaba. Harían falta acontecimientos como la frustración revolucionaria de 1933 y el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 para hacer inevitable, en lo sectores más avanzados de la intelectualidad radicalizada de las capas medias, la crisis de la “falsa erudición” ante los hechos de la “naturaleza”.

El golpe del 10 de marzo, además de liquidar los últimos visos de legitimidad del Estado neocolonial, había destruido también toda posibilidad, por ilusoria que fuese, de llevar a la práctica el programa martiano por cualquier vía distinta a la de la transformación de la propia sociedad. Con ello, la sociedad cubana de la época llegaba al punto en que había desarrollado todas las formas de vida implícita en sus relaciones sociales y se abría, así, la posibilidad de plantear y abordar las tareas que requería su liquidación.

Esa nueva circunstancia, por otra parte, dejaba en evidencia que las tareas de conducción del movimiento popular – entendido aquí en sentido estricto de movimiento del pueblo hacia el Estado – demandaban un sujeto colectivo que fuera también nuevo en su capacidad para llevar a primer plano los aspectos más radicales del programa martiano. El planteamiento del proceso de construcción de ese sujeto colectivo nuevo constituye el núcleo fundamental de La Historia Me Absolverá .

Esto se expresa, en primer término, en la forma en que ese sujeto es concebido. Allí, al hablar de “pueblo” no se entiende por tal “a los sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene bien cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra en suelo”. Por el contrario.

Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en si misma, hasta la última gota de su sangre. [9]

Esta definición rechaza referirse al pueblo como mera masa de individuos, y establece en cambio una separación sociológica elemental entre los sectores que lo integran. El paso siguiente consiste en definir la estructura interna de ese sujeto popular, para aproximarse al problema de la correlación de fuerzas en su seno:

Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo, deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más compasión si no hubieran tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales cuarterías, cuyos salarios pasan de manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya. . . que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla. . . porque ignoran el día en que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etc., que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas. . .! Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! A ese pueblo, cuyos caminos de angustia están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: “te vamos a dar”, sino “¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!” [10]

Este análisis define como sujeto de la historia, a los “pobres de la tierra” a quienes iba dirigida la obra de Martí, y al mismo tiempo procura reinterpretar la herencia martiana a la luz de necesidades históricas nuevas. Esta doble vertiente fue señalada por el propio Fidel Castro en su discurso en ocasión del XX Aniversario del 26 de julio, cuando expresó que “Martí, nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, la dignidad y el decoro del hombre, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que él fue el autor intelectual del 26 de Julio”. Y agregaba enseguida que el marxismo había aportado “a nuestro acervo revolucionario en aquel entonces” el concepto clasista “de la sociedad dividida entre explotadores y explotados; la concepción materialista de la historia; las relaciones burguesas de producción como la última forma antagónica del proceso de producción social, el advenimiento inevitable de una sociedad sin clases, como consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo y de la revolución social.” [11]

Aquella comprensión inicial del papel de las ideas como guía para la acción, sin embargo, operaba únicamente al interior de un núcleo de dirigentes. Si se quería transformar la realidad, las ideas deberían ser transformadas en actos concretos por los propios sectores populares, que deberían llegar a hacerlas suyas a través de su propia acción política, estableciendo así el contacto entre la ideología más avanzada del movimiento popular y la herencia cultural en la que ese movimiento encontraba sus motivos fundamentales de identidad.

Esto permite entender mejor la importancia que tenía, para los asaltantes del Moncada, evitar lo que Fidel Castro llamó la posibilidad de que pudiera “morir el Apóstol”. Tras esa expresión subyace la conciencia de la incapacidad del Estado neocolonial para hegemonizar el interés general de la nación – o a su capacidad, en cambio, para pervertirlo. Así, por ejemplo, La Historia Me Absolverá somete a dura crítica a la incoherencia palpable entre los valores transmitidos por el aparato educativo y la práctica efectiva de los aparatos políticos y sobre represivos de aquel Estado. Una razón, se dice allí, “nos asiste más poderosa que todas las demás”:

. . somos cubanos, y ser cubano es un deber: no cumplirlo es un crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires; [...]se nos enseñó que para la educación de los ciudadanos en la patria libre, escribió el Apóstol en su libro de Oro: “ un hombre que se conforma con obedecer leyes injustas y permite que le pisen el país en el que nació, los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. . . En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra quienes roban a los hombres su libertad, que es robarle a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana”; [...] se nos enseñó a querer y a defender la hermosa bandera de la estrella solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en cadenas es vivir en oprobio y afrenta sumidos, y que morir por la patria es vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria se esté asesinando y encarcelando a los hombres por practicar ideas que les enseñaron desde la cuna. Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie. [12]

La muerte del Apóstol venía a significar, en este contexto, la posibilidad de que el antagonismo entre los sectores enfrentados en el seno de la sociedad cubana se resolviera a favor de los más reaccionarios, dando lugar a lo que Engels alguna vez llamó un estado de “putrefacción de la historia”, de inmovilismo prolongado en el movimiento popular. En este sentido, la alusión al Apóstol constituye una metáfora que, a través de Martí, aludía al conjunto del proceso de transformación del pueblo cubano en una nación que, a partir del asalto al Moncada, iniciaba la conquista del Estado capaz de representarla.

De este modo, el asalto al Moncada reinicia, en la práctica, el proceso de desentrañar en la práctica “el misterio del programa ultra democrático del Partido Revolucionario” y el “milagro” de la movilización renovada de los sectores sociales fundamentales de la nación cubana en la lucha contra la tiranía, que tanto habían inquietado a Mella. Aquí, lo esencial radicaba en que el papel de detonante de este proceso que desempeñan la intelectualidad radicalizada de capas medias solo vino a resultar eficaz en la medida en que la movilización así convocada pudo ser extendida al conjunto mayor de los trabajadores del campo y la ciudad.

Es a los intereses de esos sectores que corresponde la orientación fundamental del movimiento, y desde ellos se despliega la lucha en el plano ideológico encaminada a darle dirección adecuada a la reforma de aquellos elementos de la cultura nacional-popular que de un modo u otro reproducen las formas de resistencia al cambio inherentes a la cultura dominante. Y, en el caso cubano de la década de 1950, esa dirección se expresó en particular en la crítica al anticomunismo, al voluntarismo, al individualismo y a las prácticas ideológicas y morales - presentes sobre todo en los sectores más atrasados de las capas medias y el lumpen proletariado urbano - que, de una u otra manera, establecían prioridades opuestas a los intereses del movimiento popular, y contribuían a dividir y debilitar a ese movimiento.

El Moncada salvó de la muerte al Apóstol porque el 26 de Julio fue el resultado coherente y legítimo de la experiencia histórica acumulada hasta entonces por el pueblo cubano, y esa experiencia constituía un factor de cultura en cuanto incluía, en su momento más alto de aquel entonces, la obra de síntesis realizada por Martí.

El punto de partida nacional de la futura revolución socialista ocurría, así, en la conjunción entre aquella síntesis y las contradicciones de nuevo tipo acumuladas por el desarrollo del capitalismo neocolonial, que reforzaban el carácter legitimador de la herencia martiana precisamente porque el capitalismo realmente existente en aquella Cuba no había nacido de una revolución democrática, sino de la frustración de esa revolución en 1898, y con ello se habían creado condiciones en las que esa herencia sólo podría realizarse en la práctica si se superaba, en un mismo movimiento, el horizonte liberal - radical de su planteamiento inicial.

De este modo, esa lucha por la hegemonía en el seno del pueblo – nación cubano, que ya tenía raíces en el Partido Revolucionario Cubano de Martí, se reinició en Cuba en la década de 1920 y persistió sin interrupción a partir de la labor ininterrumpida de sucesivas generaciones de intelectuales de la talla de Julio Antonio Mella, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, en constante diálogo y debate con todos los demás sectores que veían en el legado nacional – popular martiano el vínculo fundamental de su propia identidad colectiva. Eso explica la legitimidad de la interpretación del desarrollo social que el marxismo aportó al núcleo dirigente del Movimiento 26 de Julio, abriendo camino a la comprensión del papel de las masas como sujeto de una historia nacional concebida, además, como la de una revolución inconclusa. El examen del pasado en función del porvenir, ya presente en La Historia me Absolverá , se constituyó así en una ventaja decisiva ante una cultura dominante que, a su carácter espurio, sumaba el agravante de sustentar su dominación en el supuesto de que ella era la culminación necesaria de toda historia anterior.

Resulta evidente, así, que la presencia de Martí en el Moncada no se reducía a la de su ideario patriótico y nacionalista. Además, y sobre todo, se expresaba en la revitalización de ese ideario en la práctica, en el momento en que estaban dadas las condiciones que hacían imprescindible realizar sus postulados al nivel de los hechos para salvar a la nación de la antinación, a los explotados de los explotadores, a Cuba del imperialismo. Para el Movimiento 26 de julio, nacido del asalto al Moncada para conducir la lucha de todo el pueblo cubano contra la dictadura y por la revolución, las condiciones que hacían urgente la tarea de culminar la tarea inconclusa de Martí, la hacían posible también, porque abrían una nueva – y quizás última – oportunidad de recuperar la síntesis martiana del interés general de la nación a la luz de una visión del mundo que abría un camino nuevo para el logro de tales objetivos.

El problema de la hegemonía en la transición al siglo XXI

La transición al siglo XXI ocurre en momentos en que el moderno sistema mundial parece ingresar a la fase terminal de la crisis que viene corroyéndolo desde fines de la década de 1960, que Immanuel Wallerstein ha venido estudiando con tanto tesón y detalle. Para Wallerstein, el carácter estructural de esa crisis - “con su consecuente caos en el sistema y la bifurcación que está teniendo lugar”- , se expresa en la escisión de la geocultura global entre el espíritu de Davos y el de Porto Alegre - esto es, entre los dirigentes y los dirigidos en el sistema mundial, que hoy se enfrentan entre sí. Y en ese enfrentamiento, añade, lo que está en cuestión no es la sobrevivencia del capitalismo como sistema mundial, sino “si el sistema de reemplazo será jerárquico y polarizante (esto es, igual o peor que el sistema actual) o será en cambio relativamente democrático e igualitario. Estas son opciones morales básicas, y estar de uno u otro lado determina nuestras políticas”. [13]

Esta visión se corresponde incluso con textos de impecable corrección política, como el informe de la CEPAL Objetivos de Desarrollo del Milenio. Una mirada desde América Latina y el Caribe , donde se indica que en la década de 1990 fueron creadas las condiciones necesarias “para que la economía mundial dejara de ser un agregado de economías nacionales vinculadas por flujos de comercio, inversión y financiamiento”, para convertirse “en un conjunto de redes globales de mercados y producción que cruzan las fronteras nacionales, con un elevado protagonismo de actores transnacionales”. [14] Al señalar las limitaciones de acceso a los beneficios de esa transformación por partes de los países “en desarrollo”, y las consecuencias que ello ha tenido para la región en cuanto a la acentuación de sus problemas de crecimiento económico desigual y combinado, inequidad, y deterioro de las condiciones de vida y trabajo de la población trabajadora, se plantea que

La inequitativa distribución del ingreso es el reflejo de lo que ocurre con la muy desigual distribución de los activos (tierra, capital, educación y tecnología) y con las distintas oportunidades de acceso a ellos. […] En contraste, en América Latina y el Caribe no sólo no se mejoró la distribución de activos sino que el bajo y volátil crecimiento económico contribuyó a agravar la situación de los grupos más vulnerables de la población. [15]

Esta afirmación resulta extraordinaria en su convergencia con la observación ya citada de Marx respecto a la forma en que “las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí”, y abren así paso a una circunstancia de crisis. Lo dicho por la CEPAL confirmaría así lo esencial del contenido de la parte final de aquel párrafo, donde Marx señala que l as relaciones de producción creadas por el capitalismo son “la última forma antagónica del proceso social de producción”, esto es, “de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos”, para agregar enseguida que “las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan [...] las condiciones materiales para la solución de este antagonismo”, de modo que con esta formación social “se cierra […] la prehistoria de la sociedad humana”.

La crisis, sin embargo, tan sólo contribuye a crear “un terreno más favorable a la difusión de ciertas maneras de pensar, de plantear y resolver las cuestiones que hacen a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal” [16] , pero no decide por sí misma el resultado de los conflictos que la animan. Ese resultado – en los términos en que Wallerstein define sus grandes alternativas – depende cada vez más de la acción cultural y política de todos los sectores sociales involucrados en esa larga duración. Hoy, por ejemplo, la mayor parte de la población latinoamericana nació después de 1970, y durante su vida juvenil y su primer período de adultez no ha conocido otra realidad que la de la descomposición, gradual o acelerada, siempre implacable, del orden creado entre 1950 y 1970 por el Estado liberal desarrollista. Esa descomposición, según datos de la CEPAL, ha acarreado “un notable aumento del desempleo: de 6,9% a comienzos de los años noventa al 10,0% en el 2004” , acompañado además por “un ascenso de la informalidad, que implicó que durante la última década el 70% del aumento del empleo haya estado concentrado en los sectores informales” y que “más del 63% de los miembros activos del 40% de las familias más pobres de la región” trabajen actualmente en el sector informal y dediquen “la totalidad de sus ingresos laborales a subsistir”. Esos datos son impactantes sobre todo en lo que hace al deterioro de las estructuras de relacionamiento y participación de los trabajadores de la región.

En efecto, la difusión de la informalidad y de la precariedad en el empleo tiene su otra cara en la contracción del sindicalismo, el cooperativismo y otras formas de organización social características de la etapa ascendente del desarrollismo liberal. Con ello, uno de los efectos más relevantes del neoliberalismo en la vida de las sociedades latinoamericanos ha sido un vasto proceso de de-socialización de segmentos enteros de población, arrastrados a una situación, muy prolongada ya, de pérdida de control sobre sus condiciones de existencia y de terrible incertidumbre sobre su futuro. Esto, por otra parte, dio inicio también a un amplio y complejo proceso de resocialización de esos desplazados sociales. En lo más espontáneo, esa resocialización se tradujo en la renovación de viejas identidades - de carácter a menudo preclasista, y de expresión subnacional, regional o puramente local -, y en la ardua conformación de identidades nuevas, a menudo a través de procesos de anomia e individualismo muy prolongados, sobre todo en el medio urbano. Un caso evidente de esa fase inicial fue, por ejemplo, el de la rápida conquista por las sectas evangélicas de todo un sector intermedio de aquellos desplazados sociales que antes se encontraban en la órbita de socialidad comunitaria católica y que, desintegradas esas comunidades o emigrados ellos a las ciudades, encontraron en esas nuevas formas de religiosidad un sucedáneo poderoso de la identidad perdida. Distinto, en cambio, es el caso – propio de una fase madura del mismo proceso – de la renovada movilización social en países como Argentina y Uruguay, la formación de nuevos movimientos sociales que aspiran al Estado, como en Bolivia, o de la construcción de nuevas identidades y nuevas capacidades para la movilización social y política por parte de los emigrados mexicanos y de otros países latinoamericanos en los Estados Unidos. No es de extrañar, en este sentido, que la vida política de esa población atraviese desde fines de la década de 1990 por una circunstancia en la que los grupos sociales que la integran tienden a separarse de los partidos políticos que los representaron en el pasado reciente. Así, para decirlo con Antonio Gramsci, a lo largo y ancho de la región esos partidos tradicionales “con la forma de organización que presentan, con los determinados hombres que los constituyen, representan y dirigen”, van dejando de ser reconocidos “como expresión propia de su clase o de una fracción de ella”, y – al menos en la fase inicial de esa ruptura entre representados y representantes -, se tiende a reforzar “la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de las altas finanzas, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública”.

Ese proceso, diferente en cada país, expresa sin embargo un mismo contenido en todos ellos. Se trata, dice Gramsci, de la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce o bien porque dicha clase fracasó en alguna gran empresa política para la cual requirió o impuso por la fuerza el consenso de las grandes masas (la guerra, por ejemplo), o bien porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeños burgueses intelectuales) pasaron de golpe de la pasividad a una cierta actividad y plantearon reivindicaciones que en su conjunto constituyen una revolución. Se habla de “crisis de autoridad” y esto es justamente la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjunto. [17] En la fase de la crisis que se corresponde con la transición al siglo XXI, sin embargo, la región ofrece la imagen martiana de estar llegando al límite de aquellos “tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos”, en los que a lo largo de la década pasada transcurrió la lucha de “las especies por el dominio en la unidad del género”. [18] Hoy, en efecto, se enfrentan entre nosotros las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal – por el dominio en la unidad del bloque histórico que llegue a ser capaz de crear para todos la república nueva, que no vuelva a purgar en las tiranías “su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos”, como la exigiera Martí en Nuestra América. Por lo mismo, el problema político más importante que plantea esta coyuntura es el de historizar las circunstancias en que tiene lugar la crisis de hegemonía por la que atraviesan nuestras sociedades, esto es, explicar en qué sentido están cambiando, y qué posibilidades de evolución tienen ante sí. Esta tarea, de una complejidad y una riqueza auténticamente martianas, tiene especial importancia porque la crisis de hegemonía del viejo poder oligárquico coincide en el tiempo con un formidable proceso de renacimiento cultural de los sectores populares y de capas medias, que se expresa en la demanda de formas nuevas de vida política, y se nutre de al menos cuatro grandes corrientes fundamentales de nuestra contemporaneidad. Una, la del pensamiento democrático, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas y centrado en la construcción de nuestras identidades, que caracterizara la obra de Martí y de sus compañeros de generación en todo el continente. Otra, florecida en diálogo con la anterior, es la de un pensamiento revolucionario de orientación socialista, que – tras alcanzar su primera plenitud en la década de 1920, en la obra de José Carlos Mariátegui, se prolonga hasta nuestros días en la de Ernesto Guevara , y la de la Revolución Cubana. Y a ellas se agregan, además, la de la Teología de la Liberación que vino a transformar el papel de la religiosidad – en sus expresiones más vitales de fe, esperanza y solidaridad - en la vida y las luchas de nuestros pueblos, y la nacida de la educación popular, como la entendiera el brasileño Paulo Freire, orientada a facilitarle a los trabajadores la construcción de sus propias visiones del mundo desde las experiencias de su propia realidad. Aquí radica la mejor promesa de una circunstancia en la que la clave en la lucha por la hegemonía en nuestras sociedades radica en ganar la capacidad de orientar hacia nuevos fines esos movimientos históricos que ya están en curso, evitando al mismo tiempo la amenaza, advertida por Martí, de que por un acuerdo espontáneo y aparente “con los elementos naturales desdeñados” lleguen de nuevo “los tiranos de América al poder”, tan solo para caer nuevamente “en cuanto les hagan traición” . El viejo lenguaje de las grandes y pequeñas formaciones políticas que protagonizaron los conflictos del desarrollismo liberal político no alcanza a dar cuenta de esta tarea, tan sencilla en su esencia como compleja en sus formas. Pero tampoco alcanza para esa tarea, que entre nosotros se presenta como revolucionaria por lo profundo de su contenido democrático, el lenguaje de nuestra vieja tradición de populismo autoritario.

Hoy, como en la coyuntura histórica que llevó a Martí a redactar su ensayo Nuestra América en 1891 – auténtica acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad -, crear vuelve a ser la palabra de pase en la lucha por la hegemonía en nuestras sociedades. Y esto significa, en lo más esencial, que ha llegado otra vez para los educadores el momento de reeducarse a sí mismos ante el espejo de la realidad, para entender y asumir “las utopías y [...] las ideologías confusas y racionalistas” características de “la fase inicial de los procesos históricos de formación de las voluntades colectivas”, en las que empieza a tomar forma “la crítica que los primeros representantes de la nueva fase histórica” dirigen al complejo ideológico que ha entrado en descomposición. A través de esa crítica, en efecto, tiene lugar un proceso de distinción y de cambio en la importancia relativa que poseían los elementos de las viejas ideologías. Aquello que era secundario, subordinado y aun accesorio, pasa a ser principal, se transforma en el núcleo de un nuevo complejo ideológico y doctrinario y la vieja voluntad colectiva se disgrega en sus elementos contradictorios puesto que se desarrollan socialmente aquellos elementos subordinados. [19]

Esa labor de construcción de la hegemonía que lleve a la constitución de un bloque histórico nuevo en nuestra América incluye entre sus dificultades la de conciliar y dirigir el contenido a un tiempo local, regional y global de los procesos que hacen posible y necesaria esa tarea. La crisis en cuyo seno se forjará – o no - el nuevo bloque histórico, en efecto, es la del sistema mundial, pero ocurre a través de la recomposición de todos sus componentes. En este sentido, quienes aspiren a la conducción de ese proceso tendrán por necesidad que asumir la perspectiva de una “clase de carácter internacional” – en el sentido de los intereses estratégicos del movimiento político - que “en cuanto guía estratos sociales estrictamente nacionales (los intelectuales) e, incluso muchas veces, menos aún que nacionales, particularistas y municipalistas (los campesinos)” debe “nacionalizarse” en cierto sentido, y este sentido no es, por lo demás, muy estrecho, porque antes de que se formen las condiciones de una economía según un plan mundial es necesario atravesar múltiples fases en las cuales las combinaciones regionales (de grupos de naciones) pueden ser varias. Por otra parte, no hay que olvidar nunca que el desarrollo histórico sigue las leyes de la necesidad mientras la iniciativa no pasa claramente de una parte de las fuerzas que tienden a la construcción según un plan de división del trabajo pacífica y solidaria. [20]

Estos son los términos más generales en los que aquel sector social que aspire a conducir el proceso de formación y dirección de un bloque histórico nuevo en América Latina tendrá que encarar el desafío de establecer y legitimar la autoridad moral, cultural y política que esa tarea demanda. Y ese desafío tendrá un carácter decisivo, porque si en una circunstancia de crisis general como ésta esa autoridad llega a ser necesaria pero no puede ser constituida, quedará abierta la posibilidad de que todo el cuerpo social ingrese a una situación en que la parálisis del despliegue de las contradicciones de clase inherentes a la forma histórica nacional derive en una situación de anomia, violencia, explotación e incertidumbre crecientes, y quede el mundo reducido a aquellas “ redes globales de mercados y producción que cruzan las fronteras nacionales, con un elevado protagonismo de actores transnacionales”, a que hacía referencia la CEPAL .

Todo esto, sin embargo, es apenas una aproximación abstracta a un problema que sólo puede ser resuelto si es planteado de manera concreta sociedad por sociedad, es decir, si es encarado desde su propia historicidad. Y esto significa, en primer término, identificar con precisión, en cada caso, cuáles son las clases y sectores de clase cuya lucha da forma al desarrollo de cada una de nuestras naciones en este momento de su historia, y cuáles son, o pueden ser, los intereses convergentes que puedan dar lugar a planteamientos comunes, en cada una y en la región entera, y desde ella en las transformaciones en curso en el sistema mundial. Allí radica el momento de paso de la teoría a la práctica. Allí está el gran desafío que hoy enfrenta América Latina ante la crisis más compleja que ha conocido en su desarrollo.

Notas

[1] En www.marxists.org/espanol

[2] Notas sobre Maquiavelo, sobre la Política y sobre el Estado Moderno. Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, pp. 40, 41.

[3] El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, p. 124. Nueva Visión, Buenos Aires, 2003.

[4] “La historia me absolverá”, en La Revolución Cubana , p. 70.

[5] Ese sol del mundo moral , p. 114.

[6] Documentos y artículos , p. 268.

[7] “Los nuevos libertadores”, en op., cit., p. 124.

[8] “Glosas...”, cit., p. 168.

[9] Op., cit., p. 37. Subrayado, G. C.

[10] Ibid

[11] “El pueblo cubano protagonista de la revolución!, p. 10.

Cuba en el tránsito del socialismo (1959-1963), p. 86.

[12] “La historia me absolverá”, en op., cit., p. 69.

[13] En “Después del desarrollismo y la globalización, ¿qué?”. Ponencia presentada en la conferencia “Development Challenges for the 21st Century”, Universidad de Cornell, Octubre 1, 2004. Traducción: GCH. [14] Objetivos de Desarrollo del Milenio: una mirada desde América Latina. Capítulo 1: “La Declaración del Milenio”, p. 4. En: www.eclac.cl.

[15] Objetivos de Desarrollo del Milenio: una mirada desde América Latina . Capítulo 1: “La Declaración del Milenio”, p. 9. En: www.eclac.cl.

[16] Notas sobre Maquiavelo, sobre la Política y sobre el Estado Moderno . Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 6o.

[17] Notas sobre Maquiavelo, sobre la Política y sobre el Estado Moderno. Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 62, 63. [18] José Martí Cuaderno de Apuntes 5.[1881] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. Tomo 21, p. 164

[19] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado Moderno . Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 100.

[20] Antonio Gramsci, Antología , p. 352.

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