Cualquiera que
haya leído alguna vez el clásico de Eduardo Galeano “Las venas abiertas de
América Latina”, habrá sentido ese deja
vu al conocer la reacción del gobierno español ante la decisión soberana de
Argentina de expropiar YPF. Sin duda, se trata de un hecho que debe alegrar –como
lo ha hecho– a la sensibilidad de izquierda a lo largo del mundo, y cuya
significación va mucho más allá de sus inmediatos alcances económico-sociales.
En esta columna quiero sintetizar la visión de un proceso más complejo y
fundamental, que parece tener otro hito en la valiente puesta en marcha del
proceso de expropiación por parte del gobierno de Cristina Fernández.
Un dato para
comenzar: el mundo capitalista vive, una vez más, una de sus crisis cíclicas de
sobreproducción. A muchos parecerá que la alusión a la crisis a esta altura
significa poco más que un ejercicio retórico, pero no debemos olvidar que la
crisis económica constituye uno de los elementos estructurantes del capitalismo
como modo de producción, y que sus “salidas” van por lo general acompañadas de
la colonización y apropiación de nuevos mercados, especialmente del denominado
Tercer Mundo. En los tiempos que corren, la crisis se ha instalado en pleno
corazón del capitalismo, afectando visiblemente a los “eslablones débiles” de
la parte central de la cadena: Grecia,
Italia, y por supuesto España. Por otro lado, hasta ahora los países
latinoamericanos han logrado sobreponerse a los efectos recesivos de la
economía mundial: Argentina crece desde hace al menos un lustro al 8%, Brasil
se ha instalado ya como un gigante mundial, y el resto de la economía
continental exhibe síntomas de buena salud. Es en este contexto que el gobierno
español –enraizado en la derecha empresarial y nacionalista heredera de Franco–
clama por apoyo y represalias a la UE, a los EEUU, al mundo occidental. Esto
es: un gobierno, la dirección de un Estado, llamando a más estados a hacerse
parte de un “conflicto” entre una firma privada y los intereses soberanos de
otro Estado…
Desde nuestra
perspectiva continental, en cambio, debemos tener en cuenta que la decisión de
expropiar YPF y de iniciar el proceso de nacionalización del petróleo argentino
no constituye un hecho aislado, y más bien se enmarca en una política que viene
siendo adoptada por algunos estados latinoamericanos desde hace más de una
década. Puesto que durante los años ’80 y ’90 la política económica de este lado
del mundo se centró en generar las condiciones para el ingreso de la inversión
extranjera directa sobre recursos y sectores que fueron privatizados para estos
fines, siguiendo las recetas del Consenso de Washington. El centro de la
economía mundial, en lenta recuperación de la crisis de los setentas, se hacía
de este modo de gran parte de nuestros recursos naturales –renovables y no
renovables– y de los sectores estratégicos de los servicios –transportes,
telecomunicaciones, electricidad y servicios higiénicos–, vendidos a firmas
trasnacionales, dentro de las que la “españolas” (y las comillas al gentilicio
deben indicar que estas empresas son, ante todo, capital privado y no
patrimonio de un Estado-nación) fueron parte importante.
A contramano de
la tendencia de la época, a fines de los ’90 sería Venezuela el primer país en
nacionalizar el petróleo, las telecomunicaciones y la electricidad, seguido por
Bolivia que hizo lo propio con el agua y el gas, aún cuando este último recurso
tuvo que ser reasignado, bajo nuevas condiciones, a capitales brasileños; hoy
en día el gobierno de Evo Morales tiene en carpeta expropiaciones en la gran
metalurgia, las telecomunicaciones y la electricidad. La propia Argentina, en
un gesto sin precedentes, hace un par de años estatizó los fondos previsionales
de su población.
Es en medio de
este proceso de largo alcance que el gobierno de Fernández toma la decisión de
nacionalizar (en el vago sentido que tiene este concepto en la discusión
pública) su petróleo. Lo que destaca es que no sea un país del ALBA (Alianza
Bolivariana para las Américas) quien lo hace, pero aun así debemos recordar que
el año 2005, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, fueron justamente
los tres países mencionados los que decidieron abandonar las conversaciones con
EEUU para la implementación del ALCA. Argentina estuvo entonces, con Kirchner,
del lado de la ruptura con la liberalización a ultranza y el comercio desigual;
ahora, con Fernández, se ubica del lado de la recuperación de un sector estratégico
no solo para ese país sino para todo el continente.
La experiencia
acumulada en estos años motiva dos conclusiones provisorias. La primera tiene
que ver con que hoy, más que ayer, se dan condiciones propicias para discutir
el modelo de desarrollo en el continente. Con diversos enfoques y a
ritmos disímiles, una porción de la región (si es que no ya un bloque regional)
ha tomado el contracamino de la desliberalización parcial de sus sectores
estratégicos, lo cual bien puede ser la señal de un nuevo período
post-neoliberal de rasgos aún por definirse. Ciertamente, el ALBA constituye el
proyecto más avanzado en esta materia en tanto sus principios convocantes
–cooperación, complementariedad, solidaridad entre los pueblos– socavan las
bases ideológicas y prácticas del librecomercio. Uno de los debates
estratégicos del ALBA es, justamente, la creación de una organización pública
latinoamericana de hidrocarburos. Con todo, el capitalismo neoliberal tiene aún
mucho terreno ganado sobre todo en países como Chile, Perú y Colombia, donde
las reservas naturales –minería, pesca, cultivos, energía– son día a día
puestas al servicio de la acumulación privada. Potenciar el debate, esto es, profundizarlo
analíticamente pero también socializarlo y agitarlo entre la población, es uno de los comienzos
para cambiar esta tendencia.
La segunda
conclusión, estrechamente ligada a la anterior, es que la significación
geopolítica de este tipo de eventos no debe nublar el debate sobre las
características específicas que toman los procesos de expropiación y
nacionalización, debido a que en algunos casos se mantiene inalterada la
estructura privada del sector, y en otros incluso los recursos son “revendidos”
a capital extranjero, como es el caso del gas boliviano. En esta materia como
en otras, la falta de organización social y política de las clases populares
permite que las decisiones sean tomadas desde la dirección del Estado y sin mayor
participación social. Hasta que ese factor no sea revertido, el debate sobre el
modelo de desarrollo necesita acompañarse de una mínima (diríamos,
metodológica) sospecha sobre el estatismo como paradigma, y de una visión
continental de las alianzas necesarias para que las políticas nacionalizadoras
contribuyan efectivamente al desarrollo social de un continente en que aún un
40% de la población vive en condición de pobreza.
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