¿Quién aprovechó las oportunidades de las crisis?

Alberto Rabilotta
Alai-net

Como dijo Rahm Emanuel, el jefe del Gabinete de la Casa Blanca, “uno nunca quisiera que una seria crisis estuviese destinada al desperdicio”. A mediano y largo plazo enfrentamos tres crisis: la pobreza mundial y el cambio climático, y la otra, la crisis económica, es de corto plazo pero sintomática de la necesidad de una reforma de largo plazo. No debemos desechar las oportunidades que estas tres crisis presentan: para tomar prestado de Oscar Wilde, desperdiciar dos crisis sería considerado como un descuido, pero desechar tres parece una negligencia, escribía en marzo del 2009 Nicholas Stern, profesor de economía de la London School of Economics and Political Science y ex economista del Banco Mundial, añadiendo que ahora es el momento de redefinir nuestras estructuras internacionales y no simplemente de andar enredándose en asuntos periféricos.

Obama siempre malgasta las oportunidades, no importa cuan importantes sean, escribe la ensayista canadiense Naomi Klein (The Nation y The Guardian) al analizar la actuación del presidente Barack Obama en la cumbre del cambio climático de Copenhague. Frente a la crisis financiera y con los grandes bancos insolventes o fallidos, Obama hizo “un real esfuerzo para no nacionalizarlos”. Los salvó con dinero de los contribuyentes al tiempo que afirmaba “que el gobierno no debía decirles a los bancos como conducir sus negocios”.

Lo mismo pudiera decirse de la oportunidad que el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya en Honduras le presentó al nuevo Presidente para establecer una nueva política hacia América Latina, sin mencionar las oportunidades que dejó pasar para acelerar la normalización de las relaciones con Cuba o impedir un aumento de la tensión política y militar en Sudamérica al autorizar el incremento de bases militares estadunidenses en Colombia.

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Regresando a comienzos del 2009, cuando los bancos “estaban de rodillas” frente al nuevo Presidente estadunidense, la frase de Rahm Emanuel acerca de la oportunidad que representaba la crisis financiera global centrada en EE.UU. permitió pensar que Obama se aprestaba para actuar siguiendo los pasos del ex presidente Franklin D. Roosevelt, quien durante la crisis de la Gran Depresión reformó el sistema financiero para ponerlo en su lugar, al servicio de la economía y del empleo, y no a la inversa como había sucedido en las primeras décadas del siglo 20 y ha venido sucediendo desde los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

En los preparativos para la cumbre del G20 en Londres algunas declaraciones de Obama y otros dirigentes de las principales potencias capitalistas también esbozaron la necesidad de una reforma más o menos profunda del sistema financiero, con una severa reglamentación del sector especulativo –el “casino” donde literalmente se juegan billones de dólares diariamente-, en beneficio de la economía real.

¿Quién sale perdiendo de estas crisis?

Pero en realidad Obama no dejó pasar la oportunidad de la crisis financiera cuando en lugar de seguir los pasos de Roosevelt avanzó rápidamente y sin muchas dudas en el sendero de consolidar mediante cientos de miles de millones de dólares de los contribuyentes el insolvente sector financiero que “puso de rodillas a la economía de Estados Unidos”, como bien dijo Elizabeth Warren, quien actualmente preside el Panel de Supervisión del Congreso que monitorea el programa financiado con dinero de los contribuyentes para “aliviar” los activos financieros “problemáticos” (TARP) en manos de los bancos comerciales y de inversiones. Este salvataje, se comprueba ahora, estuvo destinado a que el sistema financiero de Wall Street siguiese con el papel rector en el sistema capitalista global que ha venido jugado desde las reformas y desregulaciones de la era de Reagan y Thatcher.

Thomas Walkom, columnista del diario Toronto Star, recuerda que a partir de los años 80, la era de desregulaciones y privatizaciones de Reagan y Thatcher que pasaron a formar parte de las políticas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, los gobiernos usaron las recesiones para bajar los salarios y cortar el financiamiento estatal de los programas sociales. El tema de esta recesión promete ser un ataque concertado contra los sindicatos, subraya Walkom.

En efecto, desde la década de los 80 y descontado los brotes inflacionarios, los salarios de los trabajadores y empleados en los países industrializados y en desarrollo no han aumentado en términos de poder adquisitivo. Elizabeth Warren se refería, hace unos meses, a la destrucción de la clase media estadunidense (videos en The Nation), una constatación que es aplicable a Canadá, los países europeos y por supuesto a los países del mundo en desarrollo.

El análisis de las estadísticas oficiales efectuado por el Centro de Estudios sobre los Niveles de Vida de Ottawa (CSLS, en su sigla en inglés) indica que entre 1980 y 2005 la productividad de los trabajadores canadienses medida en producción por empleado aumentó en más de 37 por ciento, mientras que el salario promedio –después del ajuste por la inflación- apenas cambió. Como apunta Walkom, el beneficio de este aumento fue a parar a manos de los empleadores, lo que explica que en esos 25 años la parte que les correspondió a los trabajadores en la economía canadiense pasó de 57 por ciento en 1980 a 53 por ciento en 2005.

Paralelamente a esta política de mantener bajos los salarios, el sistema financiero implantado en los años 80 –con su famoso “dinero plástico” de las tarjetas de crédito- hizo aumentar de manera exponencial la deuda personal por el consumo. El fácil acceso al crédito para el consumo y las hipotecas, que “compensaba” la baja o el no aumento de los ingresos salariales, fue endeudando rápidamente a las familias en EE.UU. y Canadá. Hoy día, en ambos países, el promedio de deuda familiar equivale a más de 130 por ciento del ingreso anual de las familias. Y como escribe el filósofo francés Bertrand Méheust (La Politique de l’oxymore, La Découverte), una “sociedad de endeudados es prisionera del futuro, no puede asumir riesgos, combatir por sus derechos o encarar la vida de otra manera”.

La baja de nivel de vida y el endeudamiento de las familias se explica asimismo por los cortes en los programas sociales que redujeron o eliminaron los servicios públicos y las asistencias sociales a la infancia, a la vejez y a las familias monoparentales. Las “reformas” del neoliberalismo, en particular la “flexibilización” del empleo con sus olas de despidos masivos permitieron la desaparición de los trabajos que constituían una carrera en el sector público y privado, consagrando la “deslocalización” del empleo, las reducciones salariales y el aumento o reducción de las horas de trabajo según las necesidades de las “cadenas productivas”. Y al mismo tiempo que se fomentó el “trabajo independiente” y otras formas de subempleo, las grandes empresas en todo el mundo adoptaron métodos y formas de organización del trabajo para aumentar la productividad.

Al analizar la ola de suicidios de empleados de France Telecom –casi una treintena en menos de dos años- el filósofo francés Alain Cuénot (Le Sarkophage, noviembre-diciembre) destaca que esas formas de organización del trabajo ponen a los trabajadores en competencia entre ellos mismos, provocando la incapacidad a una resistencia concertada ante las maniobras de los administradores, y subraya las palabras de los delegados sindicales que denuncian “las cínicas y brutales maniobras de los administradores (que) generan una degradación irreversible del empleado y de su dignidad de ser humano”.

Este “ataque concertado contra los sindicatos” no es porque queden muchos para ser atacados, como apunta Walkom, ya que en Canadá solo el 17 por ciento de los trabajadores del sector privado están sindicalizados, un porcentaje superior al existente en EE.UU. pero inferior al existente hace dos décadas en Canadá. Y por ello este ataque se concentra en los bastiones principales del sindicalismo: los trabajadores del automóvil y los empleados públicos. En Norteamérica la negociación salarial y de condiciones de trabajo de los trabajadores del automóvil sirvió de rasero para gran parte de los salarios industriales. El ataque contra los sindicatos del sector automotriz fue evidente durante las negociaciones para salvar de la quiebra a GM y a Chrysler. El rescate financiero de los gobiernos quedó supeditado a las concesiones salariales, de pensiones y beneficios marginales que los trabajadores debían hacer a ambas empresas. Desaparecido hoy el discurso sobre el estado moribundo de los grandes del automóvil y habiendo retornado las ventas y las ganancias, lo único que ha cambiado, quizás de manera permanente –escribe Walkom- son los salarios y beneficios de sus empleados.

El comentarista canadiense opina que los capitalistas, en muchos casos con ayuda de los gobiernos, están sacando ventajas de esta crisis para liquidar los altos costos laborales. Y esto es válido en otros sectores sindicalizados, como los diarios. La cadena The New York Times Co. amenazó con vender o cerrar el Boston Globe si los empleados sindicalizados no le otorgaban grandes concesiones salariales: “Después de meses de conversaciones sobre la crisis lo único que cambió es que los empleados del Globe ganan menos”, escribe Walkom.

¿Quién sale ganando de las crisis?

Desde los años 80 los gobiernos se sirvieron de las crisis para aplicar las políticas de reducción de programas sociales, incluyendo el seguro contra el desempleo y la asistencia social, mientras los bancos centrales con sus políticas de lucha contra la inflación –control de salarios y aumento de la tasa de interés- favorecían la reducción de los salarios, estimulaban los despidos masivos y la mudanza de sus operaciones hacia China y otros países con mano de obra barata. Los gobiernos bajaron los impuestos para las empresas y al reducirse el empleo y no aumentar los salarios se contrajo la recaudación fiscal, provocando déficits presupuestarios que crearon la presión política para reducir el gasto en programas sociales. Este círculo “virtuoso” para las empresas –menos impuestos, salarios más bajos y estímulos para la deslocalización- fue posible por el circulo “vicioso” de los cortes estatales en programas sociales, salud, educación, pensiones, así como de la privatización de diversos servicios públicos.

Como escribe el columnista del Toronto Star, la actual crisis económica provee a los astutos empleadores con la excusa para seguir bajando los salarios, lo cual –según los previsores economistas de Wall Street- permitirá a las empresas aumentar sus ganancias, para beneficio de los accionistas y de Wall Street. Y nuevamente los déficits presupuestarios servirán de excusa para bajar el número de empleados y los salarios del sector público, ya que no quedan muchos programas en los cuales se pueda cortar el gasto. Y seguirá la privatización de las empresas estatales que se salvaron de las anteriores olas de privatización, como el sistema de correo en Francia o la empresa Energía Atómica de Canadá.

Las secuelas de esta crisis serán graves en términos de desempleo y subempleo, de otra gran transferencia de riquezas hacia los más ricos, y los endeudados Estados enfrentarán problemas para refinanciar sus crecientes déficits fiscales. Algunos economistas advierten que este endeudamiento provocará una crisis financiera en el sector de los bonos estatales y llevará a alzas en las tasas de interés y a otros recortes en el financiamiento de los programas sociales.

Pero quienes no han perdido la oportunidad que presentó esta crisis, gracias a la política del presidente Obama de “cambiar algo para que todo siga igual”, es el sistema financiero de Wall Street salvado con los dineros de los contribuyentes y que hace fabulosas ganancias y alimenta gigantescas especulaciones con el dinero casi gratuito de la Reserva Federal.

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